jueves, 27 de enero de 2011

El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad


El incesante latir del corazón de las tinieblas[1]
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[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 1-VI-2002



El corazón de las tinieblas, escrito entre 1898 y 1899, no es una novela tan ambiciosa como las monumentales Lord Jim o Nostromo, pero es seguramente una de las más significativas y perfectas de la vasta escritura de Joseph Conrad. Es, como le gustaban a su autor, un relato de marinero, contado con un ritmo oral «que apela a nuestra capacidad de deleite y asombro, a los sentidos del misterio que rodean nuestras vidas, a nuestros sentimientos de piedad y de belleza» (prefacio de El negro del Narcissus). Una historia con el color de la pintura y el sonido de la música, que recupera además la experiencia personal de un viaje al Congo que no iba a olvidar fácilmente (a Edward Garnett reconoció Conrad la impresión fundamental de esa aventura: «antes del Congo yo no era más que un simple animal»).

En la desembocadura del Támesis, mientras se adensa el crepúsculo, Marlow cuenta a unos compañeros su viaje a África, en busca de Kurtz, agente comercial que está enviando a su compañía ingentes cantidades de marfil. El viaje de Marlow es una odisea: el barco en el que navegan es viejo, el río peligroso, acechado de nativos que atacan en los recodos, el calor insoportable… Marlow avanza obsesionado por Kurtz, del cual se va formando una imagen contradictoria y mitificada. Otros empleados le van describiendo los rasgos y atributos del agente: voz profunda y potentísima, elevada estatura, ojos fulminantes, mente lúcida y voluntad indomable que le permite recolectar más marfil que todos los demás agentes juntos…

Por fin lo encontrará enfermo, en una choza cercada de cabezas humanas empaladas, adorado por tribus indígenas a las que subyuga con el terror. El extraordinario personaje que ha ido modelando la imaginación de Marlow se erige ahora en símbolo de la corrupción y la entrega a la barbarie ancestral, impulsado por un ansia ilimitada de poder y riqueza, enfrentado consigo mismo en la soledad y vencido por la influencia de lo salvaje: «La selva había logrado poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de que había sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía idea. Al quedarse solo en la selva había mirado a su interior y había enloquecido. El denso y mudo hechizo de la selva parecía atraerle hacia su seno despiadado despertando en él olvidados y brutales instintos, recuerdos de pasiones monstruosas».

Kurtz ha rendido su humanidad y se ha convertido en un depredador que somete a castigos brutales a los nativos rebeldes («no había poder sobre la tierra que pudiera impedirle matar a quien se le antojara») y cuyo mundo solo conoce ya «el horror» (palabras finales que pronunciará en su agonía).

El universo que rodea a Kurtz es igualmente terrible y absurdo: indígenas y colonizadores pertenecen al caos, a una máquina desquiciada por la degradación: «Veía la estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajo los rayos del sol. Caminaban de un lado para otro con sus absurdos palos en la mano, como peregrinos embrujados en el interior de una cerca podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los murmullos, en los suspiros. Un tinte de imbécil rapacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un cadáver».

La novela puede leerse (lo es en parte) como alegato contra la colonización del Congo, pero su reflexión moral va más allá de una situación histórica concreta. Kurtz llega a África iluminado de ideales de progreso. Redacta una guía para orientar el recto diseño del comercio y la tarea civilizadora: «Cada estación de la compañía debería ser como un faro en medio del camino, que iluminara la senda hacia cosas mejores». Sin embargo la luz sucumbe ante las tinieblas: el hombre «civilizado» oculta bajo una frágil superficie bestiales instintos que salen a flote en contacto con ese mundo fuera del tiempo, sumergido en la penumbra de la floresta primitiva. El viaje de Kurtz (que Marlow reproduce) es un viaje a los infiernos, un descenso por el río del olvido: «Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra. Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. El aire era caliente, denso, embriagador. No había ninguna alegría en el resplandor del sol. Aquel camino de agua corría desierto en la penumbra de las grandes extensiones. Uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas una vez conocidas. Penetramos más y más espesamente en el corazón de las tinieblas.

A veces, por la noche, un redoble de tambores, detrás de la cortina vegetal, corría por el río. Tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno». Marlow, uno de esos personajes de Conrad (como el arquetípico Lord Jim) que edifican su vida sobre la estricta dignidad y el deber y que forma parte de la raza de los hombres íntegros, consigue salir entero de este infierno, pero no sucede lo mismo con Kurtz. Pues la tiniebla no está solo en la selva hostil poblada de hipopótamos y cocodrilos. La fuente última de la oscuridad es otra, es «el mal escondido en las profundas tinieblas del corazón humano». Kurtz no ha sido capaz de mantener la fatigosa disciplina necesaria para conservar su conciencia moral, su entidad humana, y en su búsqueda de la luz ha llegado a un territorio en el que late sin cesar, como los tambores caníbales que baten en la selva, el verdadero corazón de las tinieblas, el oscuro corazón del hombre.

domingo, 23 de enero de 2011

Pedro Páramo, de Juan Rulfo

Una hoguera de rencor abrasa Comala [1]
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[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 30-XI-2002

Lluvia, viento, sol ciego y rumores de muertos, muertos antiguos cocinándose en un caldo de antiguas y eternas angustias. Es Comala. Un lugar que está sobre las brasas de la tierra, al que llega Juan Preciado en busca de su padre para ajustar las cuentas de su abandono. «Hay allí, pasando el puerto de los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche». Así le ha descrito a Comala su madre con el recuerdo de un pasado ya perdido para siempre.

Hubo, es cierto, un tiempo más feliz, de llanuras verdes con espigas movidas por el viento, en que flotaba el aroma de la alfalfa y del pan, cuando Comala olía a miel derramada... Tiempo lleno de perfumes y sonidos, de mañanas de una luz azul en la que reían los gorriones: «picoteaban las hojas que el aire hacía caer y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época». Pero lo que halla Juan Preciado es un pueblo de harapos, habitado de muertos que toman la palabra para contar su desconsuelo, perturbado por el crujir de las paredes y los culatazos en las puertas, los gritos de los ahorcados y los bramidos de los toros... Entre la Comala viva y la muerta está Pedro Páramo, un inextinguible rencor que ha destruido el pueblo como una plaga bíblica.

Páramo es un cacique que consigue alzarse con el dominio sin reparar en medios: se casa con Dolores Preciado para no pagarle una deuda, ahorca a su vecino Toribio Aldrete para apoderarse de sus tierras, venga con tremendas matanzas la muerte de su padre y lanza a sus secuaces a la revolución para proteger sus intereses. La vida de Pedro Páramo transcurre bajo el signo de la violencia y el egoísmo. Habita, impiadoso, un territorio de destrucción.
Con palabras de inevitable poesía Juan Rulfo traza el mágico mapa del dolor de Comala, universo mítico de ánimas en pena y caballos muertos que galopan por las calles, y mundo esencial de tragedias humanas hecho de culpas, esperanzas y sueños, en el que la omnipresente muerte no distingue límites con la vida ni con el amor...

Entre la ambición y la codicia, la lujuria y la soberbia, entre la densa amargura que la envuelve, solo brilla en la vida de Pedro Páramo el amor por Susana San Juan, la más bella mujer sobre la tierra: «Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome con tus ojos de agua marina». Pero ni el amor puede sobrevivir a la corrupción de la violencia y Páramo manda asesinar al padre de su amada para eliminar estorbos. Susana, que está enamorada de su marido Florencio (¿existió alguna vez Florencio o es una ilusión de Susana, una fuga de la Comala que repudia?), enloquece cuando él muere: Pedro Páramo solo podrá tener a una mujer loca, perdida en la evocación de su marido, sumergida en pesadillas de amor que se desarrollan en playas marítimas en las que Páramo no existe.

A la muerte de Susana las campanas tañen durante días, haciendo creer a los conterráneos que en Comala se celebra una fiesta, y los funerales se transforman en una feria: «Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos y de las loterías. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala. -Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo». Desde entonces la tierra se queda baldía y en ruinas, se llena de achaques, se contamina de plagas y la gente se consume y abandona el pueblo o muere. En las conversaciones de los fantasmas puede el visitante (Juan Preciado o el lector) asomarse a estos hechos aciagos y al horizonte único de su desesperanza: «Fue cuando yo empecé a morirme de hambre. Y todo por las ideas de don Pedro, por sus pleitos de alma. Nada más porque se le murió su mujer, la tal Susanita. Ya te has de imaginar si la quería», «Yo me quedé porque no tenía adónde ir.

Otros se quedaron esperando que Pedro Páramo muriera, pero pasaron años y años y él seguía vivo como un espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna», «Cuando le faltaba poco para morir vinieron las guerras esas de los cristeros y la tropa echó rialada con los pocos hombres que quedaban», «Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro, pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta no más es la del infierno, más vale no haber nacido»...

Pedro Páramo queda durante años mirando el camino del camposanto por donde se ha ido Susana, cuyo mundo nunca llegó a conocer. En la más completa soledad busca desesperadamente en otras mujeres a su amada, mientras se desgaja por dentro. Un borracho alucinado, como en un último acto que más es de piedad que de justicia o venganza, apuñala a don Pedro, quien todavía intenta en vano caminar apoyado en los brazos de Damiana Cisneros: «Después de unos cuantos pasos cayó suplicando por dentro, pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras». Comala, oscuro reino del espanto, no tendrá mañanas azules, ni grillos ni gorriones risueños, ni olores de alfalfa y miel. Ni siquiera sabemos si de verdad existe, si no habrá sido todo una alucinación de Juan Preciado. Bajo el milenario camino de la noche y del ciego sol, queda nada más la lluvia, el viento y los rumores de los muertos. Es un lugar que está sobre las brasas de la tierra. Es el infierno del rencor de Pedro Páramo.

-¿Conoce usted a Pedro Páramo? ¿Quién es? -le pregunté.

-Un rencor vivo -me contestó.

Pero no hay solo el rencor de Pedro Páramo, sino el pecado colectivo de la desidia, la anulación de las ilusiones, el desánimo. Rulfo lo ha explicado en otro lugar: «En realidad es la historia de un pueblo que va muriendo por sí mismo. No lo mata nada. No lo mata nadie. Es el pueblo. El pueblo que nunca tuvo conciencia de lo que podía desde la situación en que estaba. En primer lugar un pueblo fértil, lleno de agua, de árboles, de clima maravilloso. Cómo aquella gente dejó morir el pueblo. Cómo se justificaba el querer abandonar aquellas cosas. Su casa, todo. Por qué han dejado arruinar todas aquellas tierras...».

Páramo es Comala y Comalas hay muchas en el mundo, hechas de ilusiones perdidas, de dolores a los que solo poetas como Juan Rulfo saben ponerles nombre.

jueves, 20 de enero de 2011

A sangre fría, de Truman Capote

Dick Hickcock y Perry Smith visitan a los Clutter[1]
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[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 26-X-2002

El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». Disfruta de nítidos cielos azules y un aire puro como el del desierto, y el acento local tiene un aroma de praderas... De este pueblo, nos cuenta Truman Capote, que lo conoce bien y lo reconstruye para su eterna memoria en una novela de inolvidable tristeza, pocos americanos habían oído hablar hasta que una noche de noviembre de 1959, en la estación de los faisanes, Dick y Perry decidieron hacer una visita a la familia Clutter. Esa noche, entre los ruidos nocturnos de Holcomb (los coyotes, chasquidos de las plantas, el lejano silbido de las locomotoras...) sonaron cuatro disparos que nadie oyó y que terminaron con la vida de los Clutter y con la confianza de los habitantes del pueblo, provocando un estupor teñido de consternación, un helado miedo: «Unos cazadores de faisanes, forasteros ignorantes del desastre ocurrido en el lugar, se quedaron atónitos ante el espectáculo que presentaba Holcomb desde su coche: las ventanas iluminadas, casi todas las ventanas de casi todas las casas, y en las habitaciones, inundadas de luz, se veían gentes completamente vestidas, familias enteras que se habían pasado la noche entera en estado de alerta, vigilando, escuchando. ¿De qué tenían miedo?».

En A sangre fría, Truman Capote narra, tras meticulosas investigaciones del hecho real, el asesinato de los Clutter, planteando preguntas de difícil respuesta: ¿dónde está el límite de lo que llamamos humano? ¿Qué puede explicar un acto como el de Dick y Perry? Un amigo de Herb Clutter, mientras queman los muebles mancillados por la matanza, se pregunta también: «¿cómo pudo suceder esto? ¿Cómo era posible que tanto esfuerzo, tanta virtud pudiera, de la noche a la mañana, haberse reducido a esto?: humo deshaciéndose al subir y fundirse en el enorme y aniquilante cielo». Esta novela documental, que parece a primera vista un informe objetivo, se revela sobre todo como una reflexión lírica y trágica sobre vidas destruidas: las de las víctimas y las de los verdugos. Dick es un sicópata cuyo rostro, a causa de un accidente, parece hecho de partes dispares, como una manzana que hubiera sido rota y mal recompuesta, y cuya mirada furtiva y maligna advierte sobre el «amargo sedimento posado en el fondo de su naturaleza». Pederasta, matador de perros, envidioso patológico, tiene, sin embargo, una personalidad más limitada que Perry, un mestizo de sensibilidad atormentada, lisiado en otro accidente de moto, cuyos tatuajes de tigres, serpientes, puñales y calaveras reflejan las violentas y desesperadas fantasías y pesadillas que lo consumen. La vida de Perry ha sido una serie de horrores y abandonos, en el seno desintegrado de una familia de suicidas, en orfelinatos crueles, en la guerra y en la cárcel... («La gobernanta del correccional me pegaba muy fuerte por mojar la cama -tenía los riñones enfermos- me insultaba y se burlaba de mí delante de los demás chicos. Me pegaba furiosa con un gran cinturón, me agarraba del pelo, me llevaba arrastrando hasta el cuarto de baño, me metía en la bañera y abría el grifo del agua fría. Cada noche era una pesadilla» recuerda en la autobiografía que le pide un siquiatra durante el juicio). De esta vida se ha defendido con su guitarra y sus poemas, con sueños de tesoros en las islas o al otro lado de la frontera del Sur, pero en vano. La desolación y la maldad se abren paso y el laberinto cierra sus salidas. Dick y Perry visitan, por fin, a los Clutter.

Una mañana de domingo, los vecinos encuentran en la casa de Herb Clutter a la adolescente Nancy con un disparo en la nuca, con albornoz, pijama, calcetines y zapatillas, como si en el momento del hecho no se hubiese acostado aún. Su madre, con las manos como si rezara, tiene otro disparo a quemarropa en un lado de la cabeza. En el sótano los cadáveres de Herb, el padre y Kenyon, el hijo, con los tobillos atados y mordazas, completan esta serie de escenas de una película de horror, absurda e increíble, pero cierta. Oigamos a uno de los presentes: «Estaba demasiado aturdido para sentir toda la ruindad del suceso. El sufrimiento. El horror. Estaban muertos. Una familia entera. Buenas personas, gente amable, gente que yo conocía, asesinados. Había que creerlo porque era rigurosamente cierto». No hay huellas, ni motivos, ni explicación (solo más tarde se sabrá que los autores pretendían un robo sin testigos, y que la operación les ha producido menos de cincuenta dólares).
Solo queda ahora un gran vacío, un hueco con los fantasmas de las vidas perdidas. El futuro de los Clutter se trunca: ni amor para Nancy, ni buenos negocios para Herb, ni éxito para Kenyon, ni esperanzas de curar sus dolencias para Bonnie... Pero tampoco habrá futuro para Dick y Perry. Fugados a Méjico, fracasados y sin dinero, regresan a Kansas donde serán detenidos, como mariposas atraídas por el fuego, como si supieran que no pueden quedar impunes: «no creo que nadie pueda salirse con tanta facilidad de una cosa así, no me puedo quitar de la cabeza que va a pasarnos algo... ¿será posible...serían ellos dos capaces, ante Dios, de salir con bien de una cosa como esa?».

En el juicio que los condena a muerte declara uno de ellos: «Los dos estábamos como drogados. Excitadísimos y al mismo tiempo aliviados. No podíamos dejar de reír. Todo parecía divertidísimo, no sé por qué. Pero la escopeta goteaba sangre y mis ropas estaban manchadas: tenían sangre hasta en el pelo. No siento nada en absoluto. Quizá no seamos humanos». Entre las violentas emociones que Dick y Perry pueden llegar a sentir no se cuenta la piedad: ¿a qué categoría pertenecen estos hombres? Son, seguramente, dos casos clínicos, pero ¿responde esa explicación a las preguntas que propone esta catástrofe? ¿De dónde nacen estas zonas oscuras de la humanidad? ¿Es posible compadecer a quien es radicalmente ajeno a la compasión? Pues Dick y Perry, sobre todo Perry, han sido víctimas de unas vidas de congoja y frustración. ¿Será posible comprender su furia? Los seres como ellos desorientan toda brújula: no sabemos o no queremos saber de qué especie son o en qué abismos se han perdido... Queremos volver a otro lado la mirada, y dejarles como epitafio, quizá, el desolado aullar de los coyotes de River Valley -el rancho de los Clutter- y unos versos igualmente desolados de Perry:

Hay una raza de hombres inadaptados,
una raza que no puede detenerse,
hombres que destrozan el corazón a quien se les acerca
y vagan por el mundo a su antojo...
Llevan en sí la maldición de la sangre errante
y no saben cómo descansar...