domingo, 16 de octubre de 2011

Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta

EL PRIMER AMOR La alegría de vivir
Bastan seis estampas veraniegas y una invernal para radiografiar un corazón desbordado de felicidad. Siete bocetos para contagiar a los lectores el gozo de la vida y el fulgor que se extiende sobre lo cotidiano cuando, por primera vez, se descubre el amor. Julián Ayesta, diplomático y dramaturgo, probó en esta novela corta —la única que escribió— que la plenitud puede no ser otra cosa que un día de playa, una comida o un reencuentro familiar, o una guerra de almohadones. Pero también el redescubrimiento del amor de Dios después de un invierno de pecados, dudas y tentaciones, o el simple disfrute de los aromas y contornos de un paisaje (en este caso, los de la Asturias natal del escritor). 
Helena o el mar del verano (1952) da voz a un preadolescente en estado de gracia, en el sentido literal y figurado de la expresión. Ese tiempo irrepetible en el que uno se asoma a los privilegios del mundo de los adultos sin por ello renunciar aún a los gozos de la infancia. Una edad, sí, en la que se descubre el temblor y el vértigo del amor, o el sabor cálido de los licores y las conversaciones adultas (sobre todo si se habla de fútbol), pero donde todavía cualquier situación sigue siendo propicia para la broma, el juego y la aventura. 
Helena o el mar del verano es un relato exuberante, como corresponde a un tiempo de dicha y descubrimiento. En la voz del niño hay amabilidad y ternura al describir unos matrimonios familiares en los que se da una curiosa armonía entre las mujeres vigilantes de la corrección y los hombres de inclinaciones más relajadas; hay sensibilidad para degustar los sonidos de las palabras —el incomparable frigus del bosque, la fuerza de una “x”— e imaginación para fantasear y apropiarse de aventuras mitológicas (cuyo rastro será motivo añadido de satisfacción para los eruditos); y sobre todo, un profundo deleite sensorial que refleja la feliz conspiración del mundo en favor del amor. En definitiva, esta es la novela de alguien que en un momento dado dice sentir “el cuerpo y el alma hinchados de alegría y de un gran sosiego y de un gran amor a todas las cosas”. 
Pablo Echart, revista Nuestro Tiempo, marzo-abril de 2010.

domingo, 9 de octubre de 2011

Crimen y castigo, de Fiódor Dostoiewski



Rodión Raskólnikov es un estudiante pobre y orgulloso, con aspiraciones de grandeza. Vegeta en una ciudad enloquecida, agobiado por el calor, la miseria, la estrechez de los cuartos, la brutalidad. Un día decide dar un paso adelante para salir de su situación, matando y robando a una vieja usurera. Raskólnikov ha elaborado previamente una teoría que le autoriza a ejecutar su proyecto: si un individuo «superior» necesita en bien de su idea «pasar por encima de un cadáver o de un charco de sangre, opino que se puede permitir en su fuero interno y según su conciencia, pasar por encima de ese charco de sangre». Pero si el lector piensa que la muerte de Aliona Ivánovna es el crimen de Raskólnikov, se equivoca. El asesinato es ya parte de su castigo. El verdadero crimen consiste en pensar que la usurera (un ser humano) es un piojo que se puede matar; consiste en atribuirse la capacidad de juzgar sobre la vida y la muerte; en creer que todo está permitido.

sábado, 30 de julio de 2011

La metamorfosis, de Franz Kafka

La metamorfosis, de Franz Kafka[1]


«Al despertar Gregorio Samsa una mañana tras un sueño intranquilo, encontrose en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia».

Así comienza "La metamorfosis", de Kafka (1883-1924), uno de los relatos más famosos de su autor, que nos ha dejado algunas de las más estremecedoras fábulas del siglo XX en novelas como "El castillo" o "El proceso". Al igual que sus protagonistas, ignoramos las leyes que rigen los laberintos creados por la imaginación de Kafka. En "El proceso", la vida de K., acusado de un crimen desconocido, se convierte en una penosa peregrinación por tribunales ignotos. No es posible saber de qué delito es reo, ni cuándo se le juzgará, ni quién... El mecanismo, intuye K., obedece a ciertas reglas, pero estas le resultan inasequibles. El acusado (¿de qué?) se convierte en un marginado, una víctima solitaria abocada a una destrucción total cuyo origen y sentido no puede interpretar.

En "La metamorfosis" el clima, aparentemente, es muy distinto. Lo absurdo no es el mundo que rodea al protagonista, no es un «proceso» externo que lo agobia, sino una transformación del mismo Gregorio Samsa. Mientras el mundo en torno sigue firme en sus detalles cotidianos, él se ha convertido en un escarabajo: en el marco de la menuda rutina descrita con todo detalle (objetos, mobiliario, disposición de la casa, veladas, problemas laborales de la familia...) sorprende este episodio monstruoso que parece irrumpir súbitamente en un universo regulado por las leyes del «realismo» más previsible. Hasta el momento Gregorio era un viajante modelo, respetuoso con sus jefes, sometido a la disciplina aburrida del trabajo y la autoridad paterna. La transformación quiebra esta línea recta: expulsado del trabajo y de la familia, arrojado entre desperdicios al interior de su cuarto, aislado y atacado, víctima del horror, el asco y el desprecio, herido gravemente por una manzana que su padre le ha incrustado en el caparazón, Gregorio muere asumiendo su misteriosa culpabilidad, derrotado, «firmemente convencido de que tenía que desaparecer». Tras su muerte la familia sale alegremente a la calle y renueva sus esperanzas de un futuro mejor...: «El tranvía hallábase inundado de la luz cálida del sol. Fueron cambiando impresiones acerca del porvenir y vieron que bien pensadas las cosas, este no se presentaba con tonos oscuros, pues sus tres colocaciones eran muy buenas y permitían abrigar para más adelante grandes esperanzas».

El lector, como el mismo Gregorio, se hace una pregunta: ¿qué ha sucedido? ¿Qué significa esta historia? ¿Es la transformación el signo terrible de una cara oculta de la vida humana que irrumpe de improviso y destruye el apacible tejido del sosiego doméstico? O, en una vía menos maravillosa, ¿es el escarabajo Gregorio un símbolo del miembro familiar o social inasimilable, el enfermo terminal del que la familia quiere librarse, el marginado que molesta, el «otro», el repudiado, el indeseable...?

El relato de Kafka encierra en tan sencillo diseño muchas lecturas posibles. Pero una resulta quizá, la más verosímil. La metamorfosis de Gregorio no es, como parece en una primera mirada, la causa de su desgracia. Es, por el contrario, el efecto simbólico de su propia vida cotidiana. Todo lo que sabemos de Samsa revela una vida mezquina, pobre, sin ilusión ni libertad, sin humanidad. Explotado por su familia (que le engaña respecto a su situación económica), humillado por sus jefes, sin tiempo ni sosiego para comer ni dormir decentemente, Gregorio no tiene asidero humano. No conoce la amistad, ni el amor ni la esperanza. Apenas puede recordar, melancólico, a la cajera de una sombrerería, a quien había formalmente pretendido «pero sin bastante apremio».

El escarabajo Gregorio «no se hacía comprender de nadie», pero el hombre Gregorio tampoco. No tiene a nadie a quien comprender, nadie que le comprenda. Su vida transcurre monótona en fondas provincianas o entre las paredes de su cuarto, siempre cerrado y cuya ventana da a un paisaje de eterna lluvia y niebla, a un «desierto en el cual fundíanse indistintamente el cielo y la tierra por igual grises».

En verdad, Gregorio es un insecto (un excluido de la relación humana) antes de su metamorfosis. En el absurdo suceso emerge, al fin, la conciencia de esa inhumanidad. Y sin embargo, de todos los personajes que asoman en la novela, es el único que muestra alguna añoranza de afectos humanos, el único que intenta comprender... Los demás son caricaturas no menos monstruosas: la madre egoísta e histérica, la hermana extravagante, el padre perezoso y autoritario, toda la familia vencida por una vaga desgracia mercantil «que los sumiera a todos en la más completa desesperación», los tres inquilinos como muñecos de guiñol, que se mueven al unísono, o la brutal criada, todos cansados, silenciosos, sin energía vital, protagonistas de una vida «monótona y triste».
Las esperanzas de la familia con las que termina el relato se manifiestan como una ilusión falsa, pues no dependen como ellos creen de la muerte de Gregorio, el indeseable odiado. Mientras persista ese mundo de soledad y de incomunicación, de inhumanidad y brutal egoísmo, el breve sol del final y las «sanas intenciones» de los padres, o el matrimonio de la hermana, correrán el peligro de truncarse por una serie de nuevas posibles metamorfosis.
Como Gregorio, más aún que el desdichado Gregorio, –y esta es la lección moral más profunda de la fábula– todos los demás pueden (podemos) despertar una mañana, después de un sueño intranquilo, y abrir con asombro los ojos, convertidos en monstruosos insectos, escarabajos de crepitante caparazón, enormes grillotalpas o repulsivas escolopendras...




[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 8 de diciembre de 2001.



domingo, 27 de febrero de 2011

La isla del tesoro, de R. L. Stevenson

La isla del tesoro[1]
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Del Diario del capitán Smollet, desembarcado de La Española, escrito en un reducto asediado por los piratas en la Isla llamada del Tesoro, en latitud y longitud desconocidas: «Alejandro Smollet, capitán; David Livesey, médico de a bordo; Abraham Gray, carpintero de la goleta, John Trelawney, propietario; John Hunter y Ricardo Joyce, criados del propietario, que no son marinos; estos son los que se conservan leales de toda la gente embarcada a bordo de La Española; tenemos víveres para diez días a raciones cortas; hemos desembarcado hoy e izado la bandera inglesa en la estacada o reducto que hemos hallado en esta isla del tesoro...». Desde la aparición de La isla del tesoro en 1883 muchos lectores han acompañado en sus peripecias al grupo del capitán Smollet y del «paje de cámara» y narrador de la mayor parte de la aventura, Jim Hawkins, y ninguna obra ha sido capaz de representar el género de aventuras con mayor eficacia. Robert Louis Stevenson había producido antes de morir a sus cuarenta y cuatro años unas cuantas obras maestras, entre ellas este clásico impar. Sus vecinos samoanos del archipiélago de las islas del Navegante, donde Stevenson vivió sus últimos días, le llamaban Tusitala, el narrador de historias. Historias en las que las mismas imprecisiones están calculadas para mantener un admirable equilibrio entre la fantasía y la concisión, en las que predomina, como en todo buen narrador, la trama de los hechos, el interés absorbente de las aventuras, de lo que pasa y lo que va a pasar... En una carta de febrero de 1880 escribe a John Meiklejohn: «Queremos incidentes, interés, acción: al diablo con tu filosofía». De todo esto hay en sus grandes obras, que recorren varias modalidades, desde la novela histórica en La flecha negra, al relato fantástico y alegórico de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde.

La magia imperecedera de La isla del tesoro estriba en lo esencial de sus mitos aventureros. Pues eterna es la fascinación de las islas para el hombre, de esos espacios maravillosos, suspendidos en remotos mares, fuera del tiempo, donde son posibles las utopías y donde se guardan los tesoros soñados. La aventura en su estado puro es siempre una búsqueda, un viaje, y una iniciación. ¿Qué mejor aventura que el viaje a una isla en busca de un tesoro cuya conquista exige vencer numerosos peligros, ejercitar el valor y la fe, la lealtad y la agudeza? Con la gran sabiduría del verdadero contador de cuentos, el narrador oculta la situación de la isla: Jim nos va a dar todos los detalles, asegura, «excepto la determinación geográfica de la isla, y esto porque tengo por seguro que en ella existe todavía un tesoro no descubierto»: ¿no será el tesoro de la fantasía que todo lector pone en marcha a través de los mares del Sur de este relato y otros relatos como este?

Desde los sucesos en la posada del Almirante Benbow, con la visita de un siniestro marinero ciego que trae (como enviado de la muerte) la mota negra al ladrón del mapa del tesoro, la acción se desarrolla sin pausa. Fletada por el caballero Trelawney, al mando del capitán Smollet, la goleta La Española, en la que sirve Jim, se dirige hacia la isla donde esperan encontrar el tesoro escondido por el capitán Flint. Pero la tripulación es una tropa de piratas dominados por John Silver, que con su pata de palo y su loro al hombro maniobra entre las turbulentas aguas de los caballeros de la fortuna y el riesgo sempiterno de la horca. Este Silver es uno de los personajes maravillosos de Stevenson: no puede evitar caer simpático al lector, aunque su catadura moral es la de un verdadero pirata sanguinario. Con Jim establece una relación peculiar de mutua protección y camaradería, aunque nadie en su sano juicio se fiaría de Silver si se interpone el oro. Y sin embargo, aún más que el oro parece atraer a este caballero de la fortuna el mar sin límites, la libertad del sin ley: cuando lo conocemos en su taberna llevando una vida aburguesada en Bristol, paseando por la playa para respirar inquieto las brisas salobres del océano, nos damos cuenta de que el filibustero no está hecho para las tareas administrativas. En una de las fabulillas de Stevenson («Los personajes de la fábula») Silver dialoga con Smollet y se vanagloria: «Si hay un autor, yo soy su personaje preferido. Es mucho más generoso conmigo que con usted, y se sintió satisfecho al crearme. Siempre me deja en cubierta, con la muleta y todo, mientras que a usted le confina en la bodega». Desde cubierta, con su pata de palo y su loro, otea el horizonte y tararea la canción de los piratas que cantaba Flint en su agonía («Quince marineros quieren el baúl del muerto. Quince, son, quince. Viva el ron»). La travesía y la estancia en la isla es una orgía de aventuras piratescas, una fórmula compuesta de ron y pólvora, cicatrices, esqueletos, latitudes y longitudes, botes que naufragan y ataques, sables y banderas, ardides y hazañas, en un escenario presidido por el gigantesco árbol cuya sombra cae sobre el tesoro que, por cierto, ya no está en su primitivo enterramiento. La valentía imperturbable del doctor Livesey y el capitán Smollet, pero sobre todo la inteligencia y el coraje de Jim conseguirán el triunfo sobre los piratas, que cumplen rigurosamente su deber, emborrachándose y matándose en peleas absurdas, cegados por la codicia. Solo podrá sobrevivir Silver, que sin duda busca algo más que el oro de Flint. En realidad la descripción del tesoro, una vez conseguido, nos pone sobre la pista: monedas francesas, inglesas, españolas, portuguesas, jorges y luises, doblones y dobles guineas, moidores y zequíes, con los retratos de todos los soberanos de Europa, y extrañas piezas orientales marcadas con haces de cuerdas o trocitos de telarañas, piezas circulares y otras agujereadas como si hubieran sido llevadas al cuello a guisa de collar, casi todas las variedades de moneda conocida en número tan incontable como las hojas que el otoño esparce... Intuimos que detrás de cada moneda hay una historia, que este tesoro es un tesoro de cuentos, que los personajes no buscan sino el oro de los sueños y persiguen esas islas de atracción irresistible que el mismo Stevenson evoca en su libro En los mares del Sur: «Pocos son los hombres que abandonan las islas después de haberlas conocido; dejan que su pelo se vuelva cano allí donde se establecieron; la sombra de las palmeras y los vientos alisios los airean hasta el día de su muerte, mientras quizá acarician hasta el fin el deseo de volver a su país natal, proyecto raramente realizado. Ningún lugar del mundo ejerce una atracción tan poderosa sobre quien lo visita». Atrapado en esas islas, en la isla del tesoro (¿latitud, longitud?) el lector que por un momento olvide su número de la seguridad social y la matrícula de su monovolumen, puede quedar para siempre mirando desde el islote del Esqueleto la goleta La Española, fondeada en el ancladero de sotavento, retratando su casco en el espejo de la bahía desde la línea de flotación hasta los topes de los mástiles, en los que flamea, desafiante y condenada, la bandera de los piratas.



[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 29-VI-2002

La isla del tesoro, de R. L. Stevenson

Treasure Island, La isla del tesoro. Novela de aventuras, tradicionalmente considerada para jóvenes porque habla de piratas, de batallas y de abordajes, y porque te mantiene en vilo. En realidad, es un libro para niños sobre todo porque enseña lo sutil y ambigua que es la frontera que separa el bien del mal, y cómo la aventura es un ritual de paso, un camino doloroso que, ha de ser recorrido, porque sirve para hacerse mayor, cueste lo que cueste. Jim, el protagonista, es un chico simpático que vive una vida normal, sin grandes preocupaciones. Un día llama a su puerta el capitán, con su coleta embreada, su baúl, el cuchillo y aquella terrorífica canción: Quince hombres van en el cofre del muerto, ¡ja, ja, ja, y una botella de ron!... Este personaje servirá de pretexto a Stevenson para que Jim se haga un hombre, para que viva la adolescencia con el dolor y los sufrimientos que le son propios. La isla del tesoro es, pues, una especie de viaje de iniciación, el libro de un viaje que culminará de forma bien distinta de como se anunciaba en un principio. En el fondo supone el final de la inocencia: de repente, el mundo infantil se ha convertido en un mundo de adultos.
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sábado, 12 de febrero de 2011

Matar un ruiseñor, de Harper Lee

Scout y Jem son dos hermanos (chica y chico) que perdieron a su madre cuando tenían dos y ocho años respectivamente. Desde entonces fueron educados por Atticus, su padre, abogado de prestigio. Viven en Maycomb (Alabama) en los años que siguieron a la Gran Depresión. Su vida transcurre alegremente entre jornadas de escuela y ratos de juego en el patio trasero de su casa. Pero un acontecimiento transformará totalmente sus vidas: su padre ha asumido la defensa de un muchacho negro acusado de haber abusado de una chica blanca, y eso en Maycomb, dominada por prejuicios racistas, es imperdonable. En esta gran novela —To Kill a Hockingbird en el original—, que le sirvió a Harper Lee para ganar el Premio Pulitzer en 1960, la autora nos ofrece un ejemplo de integridad y valentía, mostrando con nitidez lo que significa educar y ser padre. Gregory Peck se enamoró de ella, compró los derechos y la llevó al cine, constituyendo todo un éxito y llevándose un Óscar. Pero de la película os hablaré otro día.

sábado, 5 de febrero de 2011

Pedro Páramo, de Juan Rulfo


Extraña y apasionante novela publicada en 1955, ante la que el lector se siente desconcertado al principio, pero que va enganchando a medida que se avanza en su lectura. Como ha escrito algún crítico, «con sólo esta novela, de apenas 150 páginas, la escritura mexicana alcanzó su cota más alta, y México otorgó al arte universal una de sus mejores fábulas». El argumento es sencillo: Juan Preciado cuenta cómo, por encargo de su madre moribunda, llega a Comala para ajustar cuentas con su padre, Pedro Páramo, al que no ha conocido. Juan se encuentra con un pueblo deshabitado, lleno de fantasmas. Cuando cobra conciencia de que está en un mundo de muertos, muere aterrorizado y su voz se debilita para dejar paso a los susurros de los muertos, que refieren los hechos sucedidos en Comala en tiempos de Pedro Páramo. En pocos trazos muestra su vida, desde la infancia a la vejez, cómo se va convirtiendo en un cacique violento, codicioso, que llega a poseerlo todo pero no puede lograr el amor de Susana, a quien conoce desde la infancia y por quien siente un amor sin límites. La muerte de Susana le llevará a la desesperación y a vengarse, llevando a la ruina a Comala. El tono general de la novela es negativo, pero también hallamos en ella atisbos de esperanza. Tiene pasajes claramente inmorales, aunque no se recrea en ellos. Por otro lado, encontramos unos personajes con clara conciencia de pecado. Resumiendo: NO ES NOVELA PARA TODO TIPO DE PÚBLICO. Más bien para lectores habituales y con criterio formado.

El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad

Mientras contempla desde su pequeña embarcación la desembocadura del Támesis, Marlow, el marinero protagonista de esta novela, narra a unos compañeros su viaje a África por el río Congo en busca de Kurtz, un agente comercial al que hay que relevar. Lo encontrará gravemente enfermo, recluido en una choza rodeada de cabezas humanas empaladas, vencido por la influencia de lo salvaje, derrotada su humanidad y convertido en un depredador. Aunque en parte pueda leerse la novela como un alegato contra la colonización del Congo, su reflexión moral va mucho más allá: Kurtz, que llegó al Congo con grandes ideales civilizadores sucumbe ante las tinieblas, ante la fuente última de oscuridad, que no es la selva hostil, sino «el mal escondido en las profundas tinieblas del corazón humano».
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viernes, 4 de febrero de 2011

A sangre fría, de Truman Capote

El 15 de noviembre de 1959, en un pueblecito de Kansas, los cuatro miembros de la familia Clutter fueron salvajemente asesinados en su casa. Los crímenes eran aparentemente inmotivados, y no se encontraban claves que permitieran encontrar a los asesinos. Más de cinco años después, Dick  Hickcock y Perry Smith eran ahorcados como culpables de las muertes en la penitenciaría del estado de Kansas. En A sangre fría, Truman Capote, tras largas y minuciosas investigaciones, narra este hecho real y da un vuelco a su carrera, consagrándose como uno de los grandes de la literatura norteamericana del siglo XX. Libro estremecedor que desde la fecha misma de su publicación se convirtió en un clásico. Ante los hechos narrados, es inevitable hacerse preguntas de difícil respuesta: ¿dónde está el límite de lo que llamamos humano? ¿Qué puede explicar un acto como el de Dick y Perry? Esta novela documental, que parece a primera vista un informe objetivo, se revela sobre todo como una reflexión lírica y trágica sobre vidas destruidas: las de las víctimas y las de los verdugos.

jueves, 27 de enero de 2011

El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad


El incesante latir del corazón de las tinieblas[1]
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[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 1-VI-2002



El corazón de las tinieblas, escrito entre 1898 y 1899, no es una novela tan ambiciosa como las monumentales Lord Jim o Nostromo, pero es seguramente una de las más significativas y perfectas de la vasta escritura de Joseph Conrad. Es, como le gustaban a su autor, un relato de marinero, contado con un ritmo oral «que apela a nuestra capacidad de deleite y asombro, a los sentidos del misterio que rodean nuestras vidas, a nuestros sentimientos de piedad y de belleza» (prefacio de El negro del Narcissus). Una historia con el color de la pintura y el sonido de la música, que recupera además la experiencia personal de un viaje al Congo que no iba a olvidar fácilmente (a Edward Garnett reconoció Conrad la impresión fundamental de esa aventura: «antes del Congo yo no era más que un simple animal»).

En la desembocadura del Támesis, mientras se adensa el crepúsculo, Marlow cuenta a unos compañeros su viaje a África, en busca de Kurtz, agente comercial que está enviando a su compañía ingentes cantidades de marfil. El viaje de Marlow es una odisea: el barco en el que navegan es viejo, el río peligroso, acechado de nativos que atacan en los recodos, el calor insoportable… Marlow avanza obsesionado por Kurtz, del cual se va formando una imagen contradictoria y mitificada. Otros empleados le van describiendo los rasgos y atributos del agente: voz profunda y potentísima, elevada estatura, ojos fulminantes, mente lúcida y voluntad indomable que le permite recolectar más marfil que todos los demás agentes juntos…

Por fin lo encontrará enfermo, en una choza cercada de cabezas humanas empaladas, adorado por tribus indígenas a las que subyuga con el terror. El extraordinario personaje que ha ido modelando la imaginación de Marlow se erige ahora en símbolo de la corrupción y la entrega a la barbarie ancestral, impulsado por un ansia ilimitada de poder y riqueza, enfrentado consigo mismo en la soledad y vencido por la influencia de lo salvaje: «La selva había logrado poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de que había sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía idea. Al quedarse solo en la selva había mirado a su interior y había enloquecido. El denso y mudo hechizo de la selva parecía atraerle hacia su seno despiadado despertando en él olvidados y brutales instintos, recuerdos de pasiones monstruosas».

Kurtz ha rendido su humanidad y se ha convertido en un depredador que somete a castigos brutales a los nativos rebeldes («no había poder sobre la tierra que pudiera impedirle matar a quien se le antojara») y cuyo mundo solo conoce ya «el horror» (palabras finales que pronunciará en su agonía).

El universo que rodea a Kurtz es igualmente terrible y absurdo: indígenas y colonizadores pertenecen al caos, a una máquina desquiciada por la degradación: «Veía la estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajo los rayos del sol. Caminaban de un lado para otro con sus absurdos palos en la mano, como peregrinos embrujados en el interior de una cerca podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los murmullos, en los suspiros. Un tinte de imbécil rapacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un cadáver».

La novela puede leerse (lo es en parte) como alegato contra la colonización del Congo, pero su reflexión moral va más allá de una situación histórica concreta. Kurtz llega a África iluminado de ideales de progreso. Redacta una guía para orientar el recto diseño del comercio y la tarea civilizadora: «Cada estación de la compañía debería ser como un faro en medio del camino, que iluminara la senda hacia cosas mejores». Sin embargo la luz sucumbe ante las tinieblas: el hombre «civilizado» oculta bajo una frágil superficie bestiales instintos que salen a flote en contacto con ese mundo fuera del tiempo, sumergido en la penumbra de la floresta primitiva. El viaje de Kurtz (que Marlow reproduce) es un viaje a los infiernos, un descenso por el río del olvido: «Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra. Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. El aire era caliente, denso, embriagador. No había ninguna alegría en el resplandor del sol. Aquel camino de agua corría desierto en la penumbra de las grandes extensiones. Uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas una vez conocidas. Penetramos más y más espesamente en el corazón de las tinieblas.

A veces, por la noche, un redoble de tambores, detrás de la cortina vegetal, corría por el río. Tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno». Marlow, uno de esos personajes de Conrad (como el arquetípico Lord Jim) que edifican su vida sobre la estricta dignidad y el deber y que forma parte de la raza de los hombres íntegros, consigue salir entero de este infierno, pero no sucede lo mismo con Kurtz. Pues la tiniebla no está solo en la selva hostil poblada de hipopótamos y cocodrilos. La fuente última de la oscuridad es otra, es «el mal escondido en las profundas tinieblas del corazón humano». Kurtz no ha sido capaz de mantener la fatigosa disciplina necesaria para conservar su conciencia moral, su entidad humana, y en su búsqueda de la luz ha llegado a un territorio en el que late sin cesar, como los tambores caníbales que baten en la selva, el verdadero corazón de las tinieblas, el oscuro corazón del hombre.

domingo, 23 de enero de 2011

Pedro Páramo, de Juan Rulfo

Una hoguera de rencor abrasa Comala [1]
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[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 30-XI-2002

Lluvia, viento, sol ciego y rumores de muertos, muertos antiguos cocinándose en un caldo de antiguas y eternas angustias. Es Comala. Un lugar que está sobre las brasas de la tierra, al que llega Juan Preciado en busca de su padre para ajustar las cuentas de su abandono. «Hay allí, pasando el puerto de los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche». Así le ha descrito a Comala su madre con el recuerdo de un pasado ya perdido para siempre.

Hubo, es cierto, un tiempo más feliz, de llanuras verdes con espigas movidas por el viento, en que flotaba el aroma de la alfalfa y del pan, cuando Comala olía a miel derramada... Tiempo lleno de perfumes y sonidos, de mañanas de una luz azul en la que reían los gorriones: «picoteaban las hojas que el aire hacía caer y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época». Pero lo que halla Juan Preciado es un pueblo de harapos, habitado de muertos que toman la palabra para contar su desconsuelo, perturbado por el crujir de las paredes y los culatazos en las puertas, los gritos de los ahorcados y los bramidos de los toros... Entre la Comala viva y la muerta está Pedro Páramo, un inextinguible rencor que ha destruido el pueblo como una plaga bíblica.

Páramo es un cacique que consigue alzarse con el dominio sin reparar en medios: se casa con Dolores Preciado para no pagarle una deuda, ahorca a su vecino Toribio Aldrete para apoderarse de sus tierras, venga con tremendas matanzas la muerte de su padre y lanza a sus secuaces a la revolución para proteger sus intereses. La vida de Pedro Páramo transcurre bajo el signo de la violencia y el egoísmo. Habita, impiadoso, un territorio de destrucción.
Con palabras de inevitable poesía Juan Rulfo traza el mágico mapa del dolor de Comala, universo mítico de ánimas en pena y caballos muertos que galopan por las calles, y mundo esencial de tragedias humanas hecho de culpas, esperanzas y sueños, en el que la omnipresente muerte no distingue límites con la vida ni con el amor...

Entre la ambición y la codicia, la lujuria y la soberbia, entre la densa amargura que la envuelve, solo brilla en la vida de Pedro Páramo el amor por Susana San Juan, la más bella mujer sobre la tierra: «Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome con tus ojos de agua marina». Pero ni el amor puede sobrevivir a la corrupción de la violencia y Páramo manda asesinar al padre de su amada para eliminar estorbos. Susana, que está enamorada de su marido Florencio (¿existió alguna vez Florencio o es una ilusión de Susana, una fuga de la Comala que repudia?), enloquece cuando él muere: Pedro Páramo solo podrá tener a una mujer loca, perdida en la evocación de su marido, sumergida en pesadillas de amor que se desarrollan en playas marítimas en las que Páramo no existe.

A la muerte de Susana las campanas tañen durante días, haciendo creer a los conterráneos que en Comala se celebra una fiesta, y los funerales se transforman en una feria: «Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos y de las loterías. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala. -Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo». Desde entonces la tierra se queda baldía y en ruinas, se llena de achaques, se contamina de plagas y la gente se consume y abandona el pueblo o muere. En las conversaciones de los fantasmas puede el visitante (Juan Preciado o el lector) asomarse a estos hechos aciagos y al horizonte único de su desesperanza: «Fue cuando yo empecé a morirme de hambre. Y todo por las ideas de don Pedro, por sus pleitos de alma. Nada más porque se le murió su mujer, la tal Susanita. Ya te has de imaginar si la quería», «Yo me quedé porque no tenía adónde ir.

Otros se quedaron esperando que Pedro Páramo muriera, pero pasaron años y años y él seguía vivo como un espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna», «Cuando le faltaba poco para morir vinieron las guerras esas de los cristeros y la tropa echó rialada con los pocos hombres que quedaban», «Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro, pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta no más es la del infierno, más vale no haber nacido»...

Pedro Páramo queda durante años mirando el camino del camposanto por donde se ha ido Susana, cuyo mundo nunca llegó a conocer. En la más completa soledad busca desesperadamente en otras mujeres a su amada, mientras se desgaja por dentro. Un borracho alucinado, como en un último acto que más es de piedad que de justicia o venganza, apuñala a don Pedro, quien todavía intenta en vano caminar apoyado en los brazos de Damiana Cisneros: «Después de unos cuantos pasos cayó suplicando por dentro, pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras». Comala, oscuro reino del espanto, no tendrá mañanas azules, ni grillos ni gorriones risueños, ni olores de alfalfa y miel. Ni siquiera sabemos si de verdad existe, si no habrá sido todo una alucinación de Juan Preciado. Bajo el milenario camino de la noche y del ciego sol, queda nada más la lluvia, el viento y los rumores de los muertos. Es un lugar que está sobre las brasas de la tierra. Es el infierno del rencor de Pedro Páramo.

-¿Conoce usted a Pedro Páramo? ¿Quién es? -le pregunté.

-Un rencor vivo -me contestó.

Pero no hay solo el rencor de Pedro Páramo, sino el pecado colectivo de la desidia, la anulación de las ilusiones, el desánimo. Rulfo lo ha explicado en otro lugar: «En realidad es la historia de un pueblo que va muriendo por sí mismo. No lo mata nada. No lo mata nadie. Es el pueblo. El pueblo que nunca tuvo conciencia de lo que podía desde la situación en que estaba. En primer lugar un pueblo fértil, lleno de agua, de árboles, de clima maravilloso. Cómo aquella gente dejó morir el pueblo. Cómo se justificaba el querer abandonar aquellas cosas. Su casa, todo. Por qué han dejado arruinar todas aquellas tierras...».

Páramo es Comala y Comalas hay muchas en el mundo, hechas de ilusiones perdidas, de dolores a los que solo poetas como Juan Rulfo saben ponerles nombre.

jueves, 20 de enero de 2011

A sangre fría, de Truman Capote

Dick Hickcock y Perry Smith visitan a los Clutter[1]
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[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 26-X-2002

El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». Disfruta de nítidos cielos azules y un aire puro como el del desierto, y el acento local tiene un aroma de praderas... De este pueblo, nos cuenta Truman Capote, que lo conoce bien y lo reconstruye para su eterna memoria en una novela de inolvidable tristeza, pocos americanos habían oído hablar hasta que una noche de noviembre de 1959, en la estación de los faisanes, Dick y Perry decidieron hacer una visita a la familia Clutter. Esa noche, entre los ruidos nocturnos de Holcomb (los coyotes, chasquidos de las plantas, el lejano silbido de las locomotoras...) sonaron cuatro disparos que nadie oyó y que terminaron con la vida de los Clutter y con la confianza de los habitantes del pueblo, provocando un estupor teñido de consternación, un helado miedo: «Unos cazadores de faisanes, forasteros ignorantes del desastre ocurrido en el lugar, se quedaron atónitos ante el espectáculo que presentaba Holcomb desde su coche: las ventanas iluminadas, casi todas las ventanas de casi todas las casas, y en las habitaciones, inundadas de luz, se veían gentes completamente vestidas, familias enteras que se habían pasado la noche entera en estado de alerta, vigilando, escuchando. ¿De qué tenían miedo?».

En A sangre fría, Truman Capote narra, tras meticulosas investigaciones del hecho real, el asesinato de los Clutter, planteando preguntas de difícil respuesta: ¿dónde está el límite de lo que llamamos humano? ¿Qué puede explicar un acto como el de Dick y Perry? Un amigo de Herb Clutter, mientras queman los muebles mancillados por la matanza, se pregunta también: «¿cómo pudo suceder esto? ¿Cómo era posible que tanto esfuerzo, tanta virtud pudiera, de la noche a la mañana, haberse reducido a esto?: humo deshaciéndose al subir y fundirse en el enorme y aniquilante cielo». Esta novela documental, que parece a primera vista un informe objetivo, se revela sobre todo como una reflexión lírica y trágica sobre vidas destruidas: las de las víctimas y las de los verdugos. Dick es un sicópata cuyo rostro, a causa de un accidente, parece hecho de partes dispares, como una manzana que hubiera sido rota y mal recompuesta, y cuya mirada furtiva y maligna advierte sobre el «amargo sedimento posado en el fondo de su naturaleza». Pederasta, matador de perros, envidioso patológico, tiene, sin embargo, una personalidad más limitada que Perry, un mestizo de sensibilidad atormentada, lisiado en otro accidente de moto, cuyos tatuajes de tigres, serpientes, puñales y calaveras reflejan las violentas y desesperadas fantasías y pesadillas que lo consumen. La vida de Perry ha sido una serie de horrores y abandonos, en el seno desintegrado de una familia de suicidas, en orfelinatos crueles, en la guerra y en la cárcel... («La gobernanta del correccional me pegaba muy fuerte por mojar la cama -tenía los riñones enfermos- me insultaba y se burlaba de mí delante de los demás chicos. Me pegaba furiosa con un gran cinturón, me agarraba del pelo, me llevaba arrastrando hasta el cuarto de baño, me metía en la bañera y abría el grifo del agua fría. Cada noche era una pesadilla» recuerda en la autobiografía que le pide un siquiatra durante el juicio). De esta vida se ha defendido con su guitarra y sus poemas, con sueños de tesoros en las islas o al otro lado de la frontera del Sur, pero en vano. La desolación y la maldad se abren paso y el laberinto cierra sus salidas. Dick y Perry visitan, por fin, a los Clutter.

Una mañana de domingo, los vecinos encuentran en la casa de Herb Clutter a la adolescente Nancy con un disparo en la nuca, con albornoz, pijama, calcetines y zapatillas, como si en el momento del hecho no se hubiese acostado aún. Su madre, con las manos como si rezara, tiene otro disparo a quemarropa en un lado de la cabeza. En el sótano los cadáveres de Herb, el padre y Kenyon, el hijo, con los tobillos atados y mordazas, completan esta serie de escenas de una película de horror, absurda e increíble, pero cierta. Oigamos a uno de los presentes: «Estaba demasiado aturdido para sentir toda la ruindad del suceso. El sufrimiento. El horror. Estaban muertos. Una familia entera. Buenas personas, gente amable, gente que yo conocía, asesinados. Había que creerlo porque era rigurosamente cierto». No hay huellas, ni motivos, ni explicación (solo más tarde se sabrá que los autores pretendían un robo sin testigos, y que la operación les ha producido menos de cincuenta dólares).
Solo queda ahora un gran vacío, un hueco con los fantasmas de las vidas perdidas. El futuro de los Clutter se trunca: ni amor para Nancy, ni buenos negocios para Herb, ni éxito para Kenyon, ni esperanzas de curar sus dolencias para Bonnie... Pero tampoco habrá futuro para Dick y Perry. Fugados a Méjico, fracasados y sin dinero, regresan a Kansas donde serán detenidos, como mariposas atraídas por el fuego, como si supieran que no pueden quedar impunes: «no creo que nadie pueda salirse con tanta facilidad de una cosa así, no me puedo quitar de la cabeza que va a pasarnos algo... ¿será posible...serían ellos dos capaces, ante Dios, de salir con bien de una cosa como esa?».

En el juicio que los condena a muerte declara uno de ellos: «Los dos estábamos como drogados. Excitadísimos y al mismo tiempo aliviados. No podíamos dejar de reír. Todo parecía divertidísimo, no sé por qué. Pero la escopeta goteaba sangre y mis ropas estaban manchadas: tenían sangre hasta en el pelo. No siento nada en absoluto. Quizá no seamos humanos». Entre las violentas emociones que Dick y Perry pueden llegar a sentir no se cuenta la piedad: ¿a qué categoría pertenecen estos hombres? Son, seguramente, dos casos clínicos, pero ¿responde esa explicación a las preguntas que propone esta catástrofe? ¿De dónde nacen estas zonas oscuras de la humanidad? ¿Es posible compadecer a quien es radicalmente ajeno a la compasión? Pues Dick y Perry, sobre todo Perry, han sido víctimas de unas vidas de congoja y frustración. ¿Será posible comprender su furia? Los seres como ellos desorientan toda brújula: no sabemos o no queremos saber de qué especie son o en qué abismos se han perdido... Queremos volver a otro lado la mirada, y dejarles como epitafio, quizá, el desolado aullar de los coyotes de River Valley -el rancho de los Clutter- y unos versos igualmente desolados de Perry:

Hay una raza de hombres inadaptados,
una raza que no puede detenerse,
hombres que destrozan el corazón a quien se les acerca
y vagan por el mundo a su antojo...
Llevan en sí la maldición de la sangre errante
y no saben cómo descansar...