domingo, 27 de febrero de 2011

La isla del tesoro, de R. L. Stevenson

La isla del tesoro[1]
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Del Diario del capitán Smollet, desembarcado de La Española, escrito en un reducto asediado por los piratas en la Isla llamada del Tesoro, en latitud y longitud desconocidas: «Alejandro Smollet, capitán; David Livesey, médico de a bordo; Abraham Gray, carpintero de la goleta, John Trelawney, propietario; John Hunter y Ricardo Joyce, criados del propietario, que no son marinos; estos son los que se conservan leales de toda la gente embarcada a bordo de La Española; tenemos víveres para diez días a raciones cortas; hemos desembarcado hoy e izado la bandera inglesa en la estacada o reducto que hemos hallado en esta isla del tesoro...». Desde la aparición de La isla del tesoro en 1883 muchos lectores han acompañado en sus peripecias al grupo del capitán Smollet y del «paje de cámara» y narrador de la mayor parte de la aventura, Jim Hawkins, y ninguna obra ha sido capaz de representar el género de aventuras con mayor eficacia. Robert Louis Stevenson había producido antes de morir a sus cuarenta y cuatro años unas cuantas obras maestras, entre ellas este clásico impar. Sus vecinos samoanos del archipiélago de las islas del Navegante, donde Stevenson vivió sus últimos días, le llamaban Tusitala, el narrador de historias. Historias en las que las mismas imprecisiones están calculadas para mantener un admirable equilibrio entre la fantasía y la concisión, en las que predomina, como en todo buen narrador, la trama de los hechos, el interés absorbente de las aventuras, de lo que pasa y lo que va a pasar... En una carta de febrero de 1880 escribe a John Meiklejohn: «Queremos incidentes, interés, acción: al diablo con tu filosofía». De todo esto hay en sus grandes obras, que recorren varias modalidades, desde la novela histórica en La flecha negra, al relato fantástico y alegórico de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde.

La magia imperecedera de La isla del tesoro estriba en lo esencial de sus mitos aventureros. Pues eterna es la fascinación de las islas para el hombre, de esos espacios maravillosos, suspendidos en remotos mares, fuera del tiempo, donde son posibles las utopías y donde se guardan los tesoros soñados. La aventura en su estado puro es siempre una búsqueda, un viaje, y una iniciación. ¿Qué mejor aventura que el viaje a una isla en busca de un tesoro cuya conquista exige vencer numerosos peligros, ejercitar el valor y la fe, la lealtad y la agudeza? Con la gran sabiduría del verdadero contador de cuentos, el narrador oculta la situación de la isla: Jim nos va a dar todos los detalles, asegura, «excepto la determinación geográfica de la isla, y esto porque tengo por seguro que en ella existe todavía un tesoro no descubierto»: ¿no será el tesoro de la fantasía que todo lector pone en marcha a través de los mares del Sur de este relato y otros relatos como este?

Desde los sucesos en la posada del Almirante Benbow, con la visita de un siniestro marinero ciego que trae (como enviado de la muerte) la mota negra al ladrón del mapa del tesoro, la acción se desarrolla sin pausa. Fletada por el caballero Trelawney, al mando del capitán Smollet, la goleta La Española, en la que sirve Jim, se dirige hacia la isla donde esperan encontrar el tesoro escondido por el capitán Flint. Pero la tripulación es una tropa de piratas dominados por John Silver, que con su pata de palo y su loro al hombro maniobra entre las turbulentas aguas de los caballeros de la fortuna y el riesgo sempiterno de la horca. Este Silver es uno de los personajes maravillosos de Stevenson: no puede evitar caer simpático al lector, aunque su catadura moral es la de un verdadero pirata sanguinario. Con Jim establece una relación peculiar de mutua protección y camaradería, aunque nadie en su sano juicio se fiaría de Silver si se interpone el oro. Y sin embargo, aún más que el oro parece atraer a este caballero de la fortuna el mar sin límites, la libertad del sin ley: cuando lo conocemos en su taberna llevando una vida aburguesada en Bristol, paseando por la playa para respirar inquieto las brisas salobres del océano, nos damos cuenta de que el filibustero no está hecho para las tareas administrativas. En una de las fabulillas de Stevenson («Los personajes de la fábula») Silver dialoga con Smollet y se vanagloria: «Si hay un autor, yo soy su personaje preferido. Es mucho más generoso conmigo que con usted, y se sintió satisfecho al crearme. Siempre me deja en cubierta, con la muleta y todo, mientras que a usted le confina en la bodega». Desde cubierta, con su pata de palo y su loro, otea el horizonte y tararea la canción de los piratas que cantaba Flint en su agonía («Quince marineros quieren el baúl del muerto. Quince, son, quince. Viva el ron»). La travesía y la estancia en la isla es una orgía de aventuras piratescas, una fórmula compuesta de ron y pólvora, cicatrices, esqueletos, latitudes y longitudes, botes que naufragan y ataques, sables y banderas, ardides y hazañas, en un escenario presidido por el gigantesco árbol cuya sombra cae sobre el tesoro que, por cierto, ya no está en su primitivo enterramiento. La valentía imperturbable del doctor Livesey y el capitán Smollet, pero sobre todo la inteligencia y el coraje de Jim conseguirán el triunfo sobre los piratas, que cumplen rigurosamente su deber, emborrachándose y matándose en peleas absurdas, cegados por la codicia. Solo podrá sobrevivir Silver, que sin duda busca algo más que el oro de Flint. En realidad la descripción del tesoro, una vez conseguido, nos pone sobre la pista: monedas francesas, inglesas, españolas, portuguesas, jorges y luises, doblones y dobles guineas, moidores y zequíes, con los retratos de todos los soberanos de Europa, y extrañas piezas orientales marcadas con haces de cuerdas o trocitos de telarañas, piezas circulares y otras agujereadas como si hubieran sido llevadas al cuello a guisa de collar, casi todas las variedades de moneda conocida en número tan incontable como las hojas que el otoño esparce... Intuimos que detrás de cada moneda hay una historia, que este tesoro es un tesoro de cuentos, que los personajes no buscan sino el oro de los sueños y persiguen esas islas de atracción irresistible que el mismo Stevenson evoca en su libro En los mares del Sur: «Pocos son los hombres que abandonan las islas después de haberlas conocido; dejan que su pelo se vuelva cano allí donde se establecieron; la sombra de las palmeras y los vientos alisios los airean hasta el día de su muerte, mientras quizá acarician hasta el fin el deseo de volver a su país natal, proyecto raramente realizado. Ningún lugar del mundo ejerce una atracción tan poderosa sobre quien lo visita». Atrapado en esas islas, en la isla del tesoro (¿latitud, longitud?) el lector que por un momento olvide su número de la seguridad social y la matrícula de su monovolumen, puede quedar para siempre mirando desde el islote del Esqueleto la goleta La Española, fondeada en el ancladero de sotavento, retratando su casco en el espejo de la bahía desde la línea de flotación hasta los topes de los mástiles, en los que flamea, desafiante y condenada, la bandera de los piratas.



[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 29-VI-2002

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