La metamorfosis, de Franz Kafka[1]
«Al despertar Gregorio Samsa una mañana tras un sueño intranquilo, encontrose en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia».
Así comienza "La metamorfosis", de Kafka (1883-1924), uno de los relatos más famosos de su autor, que nos ha dejado algunas de las más estremecedoras fábulas del siglo XX en novelas como "El castillo" o "El proceso". Al igual que sus protagonistas, ignoramos las leyes que rigen los laberintos creados por la imaginación de Kafka. En "El proceso", la vida de K., acusado de un crimen desconocido, se convierte en una penosa peregrinación por tribunales ignotos. No es posible saber de qué delito es reo, ni cuándo se le juzgará, ni quién... El mecanismo, intuye K., obedece a ciertas reglas, pero estas le resultan inasequibles. El acusado (¿de qué?) se convierte en un marginado, una víctima solitaria abocada a una destrucción total cuyo origen y sentido no puede interpretar.
En "La metamorfosis" el clima, aparentemente, es muy distinto. Lo absurdo no es el mundo que rodea al protagonista, no es un «proceso» externo que lo agobia, sino una transformación del mismo Gregorio Samsa. Mientras el mundo en torno sigue firme en sus detalles cotidianos, él se ha convertido en un escarabajo: en el marco de la menuda rutina descrita con todo detalle (objetos, mobiliario, disposición de la casa, veladas, problemas laborales de la familia...) sorprende este episodio monstruoso que parece irrumpir súbitamente en un universo regulado por las leyes del «realismo» más previsible. Hasta el momento Gregorio era un viajante modelo, respetuoso con sus jefes, sometido a la disciplina aburrida del trabajo y la autoridad paterna. La transformación quiebra esta línea recta: expulsado del trabajo y de la familia, arrojado entre desperdicios al interior de su cuarto, aislado y atacado, víctima del horror, el asco y el desprecio, herido gravemente por una manzana que su padre le ha incrustado en el caparazón, Gregorio muere asumiendo su misteriosa culpabilidad, derrotado, «firmemente convencido de que tenía que desaparecer». Tras su muerte la familia sale alegremente a la calle y renueva sus esperanzas de un futuro mejor...: «El tranvía hallábase inundado de la luz cálida del sol. Fueron cambiando impresiones acerca del porvenir y vieron que bien pensadas las cosas, este no se presentaba con tonos oscuros, pues sus tres colocaciones eran muy buenas y permitían abrigar para más adelante grandes esperanzas».
El lector, como el mismo Gregorio, se hace una pregunta: ¿qué ha sucedido? ¿Qué significa esta historia? ¿Es la transformación el signo terrible de una cara oculta de la vida humana que irrumpe de improviso y destruye el apacible tejido del sosiego doméstico? O, en una vía menos maravillosa, ¿es el escarabajo Gregorio un símbolo del miembro familiar o social inasimilable, el enfermo terminal del que la familia quiere librarse, el marginado que molesta, el «otro», el repudiado, el indeseable...?
El relato de Kafka encierra en tan sencillo diseño muchas lecturas posibles. Pero una resulta quizá, la más verosímil. La metamorfosis de Gregorio no es, como parece en una primera mirada, la causa de su desgracia. Es, por el contrario, el efecto simbólico de su propia vida cotidiana. Todo lo que sabemos de Samsa revela una vida mezquina, pobre, sin ilusión ni libertad, sin humanidad. Explotado por su familia (que le engaña respecto a su situación económica), humillado por sus jefes, sin tiempo ni sosiego para comer ni dormir decentemente, Gregorio no tiene asidero humano. No conoce la amistad, ni el amor ni la esperanza. Apenas puede recordar, melancólico, a la cajera de una sombrerería, a quien había formalmente pretendido «pero sin bastante apremio».
El escarabajo Gregorio «no se hacía comprender de nadie», pero el hombre Gregorio tampoco. No tiene a nadie a quien comprender, nadie que le comprenda. Su vida transcurre monótona en fondas provincianas o entre las paredes de su cuarto, siempre cerrado y cuya ventana da a un paisaje de eterna lluvia y niebla, a un «desierto en el cual fundíanse indistintamente el cielo y la tierra por igual grises».
En verdad, Gregorio es un insecto (un excluido de la relación humana) antes de su metamorfosis. En el absurdo suceso emerge, al fin, la conciencia de esa inhumanidad. Y sin embargo, de todos los personajes que asoman en la novela, es el único que muestra alguna añoranza de afectos humanos, el único que intenta comprender... Los demás son caricaturas no menos monstruosas: la madre egoísta e histérica, la hermana extravagante, el padre perezoso y autoritario, toda la familia vencida por una vaga desgracia mercantil «que los sumiera a todos en la más completa desesperación», los tres inquilinos como muñecos de guiñol, que se mueven al unísono, o la brutal criada, todos cansados, silenciosos, sin energía vital, protagonistas de una vida «monótona y triste».
Las esperanzas de la familia con las que termina el relato se manifiestan como una ilusión falsa, pues no dependen como ellos creen de la muerte de Gregorio, el indeseable odiado. Mientras persista ese mundo de soledad y de incomunicación, de inhumanidad y brutal egoísmo, el breve sol del final y las «sanas intenciones» de los padres, o el matrimonio de la hermana, correrán el peligro de truncarse por una serie de nuevas posibles metamorfosis.
Como Gregorio, más aún que el desdichado Gregorio, –y esta es la lección moral más profunda de la fábula– todos los demás pueden (podemos) despertar una mañana, después de un sueño intranquilo, y abrir con asombro los ojos, convertidos en monstruosos insectos, escarabajos de crepitante caparazón, enormes grillotalpas o repulsivas escolopendras...
No hay comentarios:
Publicar un comentario