domingo, 16 de octubre de 2011

Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta

EL PRIMER AMOR La alegría de vivir
Bastan seis estampas veraniegas y una invernal para radiografiar un corazón desbordado de felicidad. Siete bocetos para contagiar a los lectores el gozo de la vida y el fulgor que se extiende sobre lo cotidiano cuando, por primera vez, se descubre el amor. Julián Ayesta, diplomático y dramaturgo, probó en esta novela corta —la única que escribió— que la plenitud puede no ser otra cosa que un día de playa, una comida o un reencuentro familiar, o una guerra de almohadones. Pero también el redescubrimiento del amor de Dios después de un invierno de pecados, dudas y tentaciones, o el simple disfrute de los aromas y contornos de un paisaje (en este caso, los de la Asturias natal del escritor). 
Helena o el mar del verano (1952) da voz a un preadolescente en estado de gracia, en el sentido literal y figurado de la expresión. Ese tiempo irrepetible en el que uno se asoma a los privilegios del mundo de los adultos sin por ello renunciar aún a los gozos de la infancia. Una edad, sí, en la que se descubre el temblor y el vértigo del amor, o el sabor cálido de los licores y las conversaciones adultas (sobre todo si se habla de fútbol), pero donde todavía cualquier situación sigue siendo propicia para la broma, el juego y la aventura. 
Helena o el mar del verano es un relato exuberante, como corresponde a un tiempo de dicha y descubrimiento. En la voz del niño hay amabilidad y ternura al describir unos matrimonios familiares en los que se da una curiosa armonía entre las mujeres vigilantes de la corrección y los hombres de inclinaciones más relajadas; hay sensibilidad para degustar los sonidos de las palabras —el incomparable frigus del bosque, la fuerza de una “x”— e imaginación para fantasear y apropiarse de aventuras mitológicas (cuyo rastro será motivo añadido de satisfacción para los eruditos); y sobre todo, un profundo deleite sensorial que refleja la feliz conspiración del mundo en favor del amor. En definitiva, esta es la novela de alguien que en un momento dado dice sentir “el cuerpo y el alma hinchados de alegría y de un gran sosiego y de un gran amor a todas las cosas”. 
Pablo Echart, revista Nuestro Tiempo, marzo-abril de 2010.

domingo, 9 de octubre de 2011

Crimen y castigo, de Fiódor Dostoiewski



Rodión Raskólnikov es un estudiante pobre y orgulloso, con aspiraciones de grandeza. Vegeta en una ciudad enloquecida, agobiado por el calor, la miseria, la estrechez de los cuartos, la brutalidad. Un día decide dar un paso adelante para salir de su situación, matando y robando a una vieja usurera. Raskólnikov ha elaborado previamente una teoría que le autoriza a ejecutar su proyecto: si un individuo «superior» necesita en bien de su idea «pasar por encima de un cadáver o de un charco de sangre, opino que se puede permitir en su fuero interno y según su conciencia, pasar por encima de ese charco de sangre». Pero si el lector piensa que la muerte de Aliona Ivánovna es el crimen de Raskólnikov, se equivoca. El asesinato es ya parte de su castigo. El verdadero crimen consiste en pensar que la usurera (un ser humano) es un piojo que se puede matar; consiste en atribuirse la capacidad de juzgar sobre la vida y la muerte; en creer que todo está permitido.

sábado, 30 de julio de 2011

La metamorfosis, de Franz Kafka

La metamorfosis, de Franz Kafka[1]


«Al despertar Gregorio Samsa una mañana tras un sueño intranquilo, encontrose en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia».

Así comienza "La metamorfosis", de Kafka (1883-1924), uno de los relatos más famosos de su autor, que nos ha dejado algunas de las más estremecedoras fábulas del siglo XX en novelas como "El castillo" o "El proceso". Al igual que sus protagonistas, ignoramos las leyes que rigen los laberintos creados por la imaginación de Kafka. En "El proceso", la vida de K., acusado de un crimen desconocido, se convierte en una penosa peregrinación por tribunales ignotos. No es posible saber de qué delito es reo, ni cuándo se le juzgará, ni quién... El mecanismo, intuye K., obedece a ciertas reglas, pero estas le resultan inasequibles. El acusado (¿de qué?) se convierte en un marginado, una víctima solitaria abocada a una destrucción total cuyo origen y sentido no puede interpretar.

En "La metamorfosis" el clima, aparentemente, es muy distinto. Lo absurdo no es el mundo que rodea al protagonista, no es un «proceso» externo que lo agobia, sino una transformación del mismo Gregorio Samsa. Mientras el mundo en torno sigue firme en sus detalles cotidianos, él se ha convertido en un escarabajo: en el marco de la menuda rutina descrita con todo detalle (objetos, mobiliario, disposición de la casa, veladas, problemas laborales de la familia...) sorprende este episodio monstruoso que parece irrumpir súbitamente en un universo regulado por las leyes del «realismo» más previsible. Hasta el momento Gregorio era un viajante modelo, respetuoso con sus jefes, sometido a la disciplina aburrida del trabajo y la autoridad paterna. La transformación quiebra esta línea recta: expulsado del trabajo y de la familia, arrojado entre desperdicios al interior de su cuarto, aislado y atacado, víctima del horror, el asco y el desprecio, herido gravemente por una manzana que su padre le ha incrustado en el caparazón, Gregorio muere asumiendo su misteriosa culpabilidad, derrotado, «firmemente convencido de que tenía que desaparecer». Tras su muerte la familia sale alegremente a la calle y renueva sus esperanzas de un futuro mejor...: «El tranvía hallábase inundado de la luz cálida del sol. Fueron cambiando impresiones acerca del porvenir y vieron que bien pensadas las cosas, este no se presentaba con tonos oscuros, pues sus tres colocaciones eran muy buenas y permitían abrigar para más adelante grandes esperanzas».

El lector, como el mismo Gregorio, se hace una pregunta: ¿qué ha sucedido? ¿Qué significa esta historia? ¿Es la transformación el signo terrible de una cara oculta de la vida humana que irrumpe de improviso y destruye el apacible tejido del sosiego doméstico? O, en una vía menos maravillosa, ¿es el escarabajo Gregorio un símbolo del miembro familiar o social inasimilable, el enfermo terminal del que la familia quiere librarse, el marginado que molesta, el «otro», el repudiado, el indeseable...?

El relato de Kafka encierra en tan sencillo diseño muchas lecturas posibles. Pero una resulta quizá, la más verosímil. La metamorfosis de Gregorio no es, como parece en una primera mirada, la causa de su desgracia. Es, por el contrario, el efecto simbólico de su propia vida cotidiana. Todo lo que sabemos de Samsa revela una vida mezquina, pobre, sin ilusión ni libertad, sin humanidad. Explotado por su familia (que le engaña respecto a su situación económica), humillado por sus jefes, sin tiempo ni sosiego para comer ni dormir decentemente, Gregorio no tiene asidero humano. No conoce la amistad, ni el amor ni la esperanza. Apenas puede recordar, melancólico, a la cajera de una sombrerería, a quien había formalmente pretendido «pero sin bastante apremio».

El escarabajo Gregorio «no se hacía comprender de nadie», pero el hombre Gregorio tampoco. No tiene a nadie a quien comprender, nadie que le comprenda. Su vida transcurre monótona en fondas provincianas o entre las paredes de su cuarto, siempre cerrado y cuya ventana da a un paisaje de eterna lluvia y niebla, a un «desierto en el cual fundíanse indistintamente el cielo y la tierra por igual grises».

En verdad, Gregorio es un insecto (un excluido de la relación humana) antes de su metamorfosis. En el absurdo suceso emerge, al fin, la conciencia de esa inhumanidad. Y sin embargo, de todos los personajes que asoman en la novela, es el único que muestra alguna añoranza de afectos humanos, el único que intenta comprender... Los demás son caricaturas no menos monstruosas: la madre egoísta e histérica, la hermana extravagante, el padre perezoso y autoritario, toda la familia vencida por una vaga desgracia mercantil «que los sumiera a todos en la más completa desesperación», los tres inquilinos como muñecos de guiñol, que se mueven al unísono, o la brutal criada, todos cansados, silenciosos, sin energía vital, protagonistas de una vida «monótona y triste».
Las esperanzas de la familia con las que termina el relato se manifiestan como una ilusión falsa, pues no dependen como ellos creen de la muerte de Gregorio, el indeseable odiado. Mientras persista ese mundo de soledad y de incomunicación, de inhumanidad y brutal egoísmo, el breve sol del final y las «sanas intenciones» de los padres, o el matrimonio de la hermana, correrán el peligro de truncarse por una serie de nuevas posibles metamorfosis.
Como Gregorio, más aún que el desdichado Gregorio, –y esta es la lección moral más profunda de la fábula– todos los demás pueden (podemos) despertar una mañana, después de un sueño intranquilo, y abrir con asombro los ojos, convertidos en monstruosos insectos, escarabajos de crepitante caparazón, enormes grillotalpas o repulsivas escolopendras...




[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 8 de diciembre de 2001.



domingo, 27 de febrero de 2011

La isla del tesoro, de R. L. Stevenson

La isla del tesoro[1]
Leer reseña                                             

Del Diario del capitán Smollet, desembarcado de La Española, escrito en un reducto asediado por los piratas en la Isla llamada del Tesoro, en latitud y longitud desconocidas: «Alejandro Smollet, capitán; David Livesey, médico de a bordo; Abraham Gray, carpintero de la goleta, John Trelawney, propietario; John Hunter y Ricardo Joyce, criados del propietario, que no son marinos; estos son los que se conservan leales de toda la gente embarcada a bordo de La Española; tenemos víveres para diez días a raciones cortas; hemos desembarcado hoy e izado la bandera inglesa en la estacada o reducto que hemos hallado en esta isla del tesoro...». Desde la aparición de La isla del tesoro en 1883 muchos lectores han acompañado en sus peripecias al grupo del capitán Smollet y del «paje de cámara» y narrador de la mayor parte de la aventura, Jim Hawkins, y ninguna obra ha sido capaz de representar el género de aventuras con mayor eficacia. Robert Louis Stevenson había producido antes de morir a sus cuarenta y cuatro años unas cuantas obras maestras, entre ellas este clásico impar. Sus vecinos samoanos del archipiélago de las islas del Navegante, donde Stevenson vivió sus últimos días, le llamaban Tusitala, el narrador de historias. Historias en las que las mismas imprecisiones están calculadas para mantener un admirable equilibrio entre la fantasía y la concisión, en las que predomina, como en todo buen narrador, la trama de los hechos, el interés absorbente de las aventuras, de lo que pasa y lo que va a pasar... En una carta de febrero de 1880 escribe a John Meiklejohn: «Queremos incidentes, interés, acción: al diablo con tu filosofía». De todo esto hay en sus grandes obras, que recorren varias modalidades, desde la novela histórica en La flecha negra, al relato fantástico y alegórico de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde.

La magia imperecedera de La isla del tesoro estriba en lo esencial de sus mitos aventureros. Pues eterna es la fascinación de las islas para el hombre, de esos espacios maravillosos, suspendidos en remotos mares, fuera del tiempo, donde son posibles las utopías y donde se guardan los tesoros soñados. La aventura en su estado puro es siempre una búsqueda, un viaje, y una iniciación. ¿Qué mejor aventura que el viaje a una isla en busca de un tesoro cuya conquista exige vencer numerosos peligros, ejercitar el valor y la fe, la lealtad y la agudeza? Con la gran sabiduría del verdadero contador de cuentos, el narrador oculta la situación de la isla: Jim nos va a dar todos los detalles, asegura, «excepto la determinación geográfica de la isla, y esto porque tengo por seguro que en ella existe todavía un tesoro no descubierto»: ¿no será el tesoro de la fantasía que todo lector pone en marcha a través de los mares del Sur de este relato y otros relatos como este?

Desde los sucesos en la posada del Almirante Benbow, con la visita de un siniestro marinero ciego que trae (como enviado de la muerte) la mota negra al ladrón del mapa del tesoro, la acción se desarrolla sin pausa. Fletada por el caballero Trelawney, al mando del capitán Smollet, la goleta La Española, en la que sirve Jim, se dirige hacia la isla donde esperan encontrar el tesoro escondido por el capitán Flint. Pero la tripulación es una tropa de piratas dominados por John Silver, que con su pata de palo y su loro al hombro maniobra entre las turbulentas aguas de los caballeros de la fortuna y el riesgo sempiterno de la horca. Este Silver es uno de los personajes maravillosos de Stevenson: no puede evitar caer simpático al lector, aunque su catadura moral es la de un verdadero pirata sanguinario. Con Jim establece una relación peculiar de mutua protección y camaradería, aunque nadie en su sano juicio se fiaría de Silver si se interpone el oro. Y sin embargo, aún más que el oro parece atraer a este caballero de la fortuna el mar sin límites, la libertad del sin ley: cuando lo conocemos en su taberna llevando una vida aburguesada en Bristol, paseando por la playa para respirar inquieto las brisas salobres del océano, nos damos cuenta de que el filibustero no está hecho para las tareas administrativas. En una de las fabulillas de Stevenson («Los personajes de la fábula») Silver dialoga con Smollet y se vanagloria: «Si hay un autor, yo soy su personaje preferido. Es mucho más generoso conmigo que con usted, y se sintió satisfecho al crearme. Siempre me deja en cubierta, con la muleta y todo, mientras que a usted le confina en la bodega». Desde cubierta, con su pata de palo y su loro, otea el horizonte y tararea la canción de los piratas que cantaba Flint en su agonía («Quince marineros quieren el baúl del muerto. Quince, son, quince. Viva el ron»). La travesía y la estancia en la isla es una orgía de aventuras piratescas, una fórmula compuesta de ron y pólvora, cicatrices, esqueletos, latitudes y longitudes, botes que naufragan y ataques, sables y banderas, ardides y hazañas, en un escenario presidido por el gigantesco árbol cuya sombra cae sobre el tesoro que, por cierto, ya no está en su primitivo enterramiento. La valentía imperturbable del doctor Livesey y el capitán Smollet, pero sobre todo la inteligencia y el coraje de Jim conseguirán el triunfo sobre los piratas, que cumplen rigurosamente su deber, emborrachándose y matándose en peleas absurdas, cegados por la codicia. Solo podrá sobrevivir Silver, que sin duda busca algo más que el oro de Flint. En realidad la descripción del tesoro, una vez conseguido, nos pone sobre la pista: monedas francesas, inglesas, españolas, portuguesas, jorges y luises, doblones y dobles guineas, moidores y zequíes, con los retratos de todos los soberanos de Europa, y extrañas piezas orientales marcadas con haces de cuerdas o trocitos de telarañas, piezas circulares y otras agujereadas como si hubieran sido llevadas al cuello a guisa de collar, casi todas las variedades de moneda conocida en número tan incontable como las hojas que el otoño esparce... Intuimos que detrás de cada moneda hay una historia, que este tesoro es un tesoro de cuentos, que los personajes no buscan sino el oro de los sueños y persiguen esas islas de atracción irresistible que el mismo Stevenson evoca en su libro En los mares del Sur: «Pocos son los hombres que abandonan las islas después de haberlas conocido; dejan que su pelo se vuelva cano allí donde se establecieron; la sombra de las palmeras y los vientos alisios los airean hasta el día de su muerte, mientras quizá acarician hasta el fin el deseo de volver a su país natal, proyecto raramente realizado. Ningún lugar del mundo ejerce una atracción tan poderosa sobre quien lo visita». Atrapado en esas islas, en la isla del tesoro (¿latitud, longitud?) el lector que por un momento olvide su número de la seguridad social y la matrícula de su monovolumen, puede quedar para siempre mirando desde el islote del Esqueleto la goleta La Española, fondeada en el ancladero de sotavento, retratando su casco en el espejo de la bahía desde la línea de flotación hasta los topes de los mástiles, en los que flamea, desafiante y condenada, la bandera de los piratas.



[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 29-VI-2002

La isla del tesoro, de R. L. Stevenson

Treasure Island, La isla del tesoro. Novela de aventuras, tradicionalmente considerada para jóvenes porque habla de piratas, de batallas y de abordajes, y porque te mantiene en vilo. En realidad, es un libro para niños sobre todo porque enseña lo sutil y ambigua que es la frontera que separa el bien del mal, y cómo la aventura es un ritual de paso, un camino doloroso que, ha de ser recorrido, porque sirve para hacerse mayor, cueste lo que cueste. Jim, el protagonista, es un chico simpático que vive una vida normal, sin grandes preocupaciones. Un día llama a su puerta el capitán, con su coleta embreada, su baúl, el cuchillo y aquella terrorífica canción: Quince hombres van en el cofre del muerto, ¡ja, ja, ja, y una botella de ron!... Este personaje servirá de pretexto a Stevenson para que Jim se haga un hombre, para que viva la adolescencia con el dolor y los sufrimientos que le son propios. La isla del tesoro es, pues, una especie de viaje de iniciación, el libro de un viaje que culminará de forma bien distinta de como se anunciaba en un principio. En el fondo supone el final de la inocencia: de repente, el mundo infantil se ha convertido en un mundo de adultos.
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sábado, 12 de febrero de 2011

Matar un ruiseñor, de Harper Lee

Scout y Jem son dos hermanos (chica y chico) que perdieron a su madre cuando tenían dos y ocho años respectivamente. Desde entonces fueron educados por Atticus, su padre, abogado de prestigio. Viven en Maycomb (Alabama) en los años que siguieron a la Gran Depresión. Su vida transcurre alegremente entre jornadas de escuela y ratos de juego en el patio trasero de su casa. Pero un acontecimiento transformará totalmente sus vidas: su padre ha asumido la defensa de un muchacho negro acusado de haber abusado de una chica blanca, y eso en Maycomb, dominada por prejuicios racistas, es imperdonable. En esta gran novela —To Kill a Hockingbird en el original—, que le sirvió a Harper Lee para ganar el Premio Pulitzer en 1960, la autora nos ofrece un ejemplo de integridad y valentía, mostrando con nitidez lo que significa educar y ser padre. Gregory Peck se enamoró de ella, compró los derechos y la llevó al cine, constituyendo todo un éxito y llevándose un Óscar. Pero de la película os hablaré otro día.

sábado, 5 de febrero de 2011

Pedro Páramo, de Juan Rulfo


Extraña y apasionante novela publicada en 1955, ante la que el lector se siente desconcertado al principio, pero que va enganchando a medida que se avanza en su lectura. Como ha escrito algún crítico, «con sólo esta novela, de apenas 150 páginas, la escritura mexicana alcanzó su cota más alta, y México otorgó al arte universal una de sus mejores fábulas». El argumento es sencillo: Juan Preciado cuenta cómo, por encargo de su madre moribunda, llega a Comala para ajustar cuentas con su padre, Pedro Páramo, al que no ha conocido. Juan se encuentra con un pueblo deshabitado, lleno de fantasmas. Cuando cobra conciencia de que está en un mundo de muertos, muere aterrorizado y su voz se debilita para dejar paso a los susurros de los muertos, que refieren los hechos sucedidos en Comala en tiempos de Pedro Páramo. En pocos trazos muestra su vida, desde la infancia a la vejez, cómo se va convirtiendo en un cacique violento, codicioso, que llega a poseerlo todo pero no puede lograr el amor de Susana, a quien conoce desde la infancia y por quien siente un amor sin límites. La muerte de Susana le llevará a la desesperación y a vengarse, llevando a la ruina a Comala. El tono general de la novela es negativo, pero también hallamos en ella atisbos de esperanza. Tiene pasajes claramente inmorales, aunque no se recrea en ellos. Por otro lado, encontramos unos personajes con clara conciencia de pecado. Resumiendo: NO ES NOVELA PARA TODO TIPO DE PÚBLICO. Más bien para lectores habituales y con criterio formado.