jueves, 20 de enero de 2011

A sangre fría, de Truman Capote

Dick Hickcock y Perry Smith visitan a los Clutter[1]
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[1] Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 26-X-2002

El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». Disfruta de nítidos cielos azules y un aire puro como el del desierto, y el acento local tiene un aroma de praderas... De este pueblo, nos cuenta Truman Capote, que lo conoce bien y lo reconstruye para su eterna memoria en una novela de inolvidable tristeza, pocos americanos habían oído hablar hasta que una noche de noviembre de 1959, en la estación de los faisanes, Dick y Perry decidieron hacer una visita a la familia Clutter. Esa noche, entre los ruidos nocturnos de Holcomb (los coyotes, chasquidos de las plantas, el lejano silbido de las locomotoras...) sonaron cuatro disparos que nadie oyó y que terminaron con la vida de los Clutter y con la confianza de los habitantes del pueblo, provocando un estupor teñido de consternación, un helado miedo: «Unos cazadores de faisanes, forasteros ignorantes del desastre ocurrido en el lugar, se quedaron atónitos ante el espectáculo que presentaba Holcomb desde su coche: las ventanas iluminadas, casi todas las ventanas de casi todas las casas, y en las habitaciones, inundadas de luz, se veían gentes completamente vestidas, familias enteras que se habían pasado la noche entera en estado de alerta, vigilando, escuchando. ¿De qué tenían miedo?».

En A sangre fría, Truman Capote narra, tras meticulosas investigaciones del hecho real, el asesinato de los Clutter, planteando preguntas de difícil respuesta: ¿dónde está el límite de lo que llamamos humano? ¿Qué puede explicar un acto como el de Dick y Perry? Un amigo de Herb Clutter, mientras queman los muebles mancillados por la matanza, se pregunta también: «¿cómo pudo suceder esto? ¿Cómo era posible que tanto esfuerzo, tanta virtud pudiera, de la noche a la mañana, haberse reducido a esto?: humo deshaciéndose al subir y fundirse en el enorme y aniquilante cielo». Esta novela documental, que parece a primera vista un informe objetivo, se revela sobre todo como una reflexión lírica y trágica sobre vidas destruidas: las de las víctimas y las de los verdugos. Dick es un sicópata cuyo rostro, a causa de un accidente, parece hecho de partes dispares, como una manzana que hubiera sido rota y mal recompuesta, y cuya mirada furtiva y maligna advierte sobre el «amargo sedimento posado en el fondo de su naturaleza». Pederasta, matador de perros, envidioso patológico, tiene, sin embargo, una personalidad más limitada que Perry, un mestizo de sensibilidad atormentada, lisiado en otro accidente de moto, cuyos tatuajes de tigres, serpientes, puñales y calaveras reflejan las violentas y desesperadas fantasías y pesadillas que lo consumen. La vida de Perry ha sido una serie de horrores y abandonos, en el seno desintegrado de una familia de suicidas, en orfelinatos crueles, en la guerra y en la cárcel... («La gobernanta del correccional me pegaba muy fuerte por mojar la cama -tenía los riñones enfermos- me insultaba y se burlaba de mí delante de los demás chicos. Me pegaba furiosa con un gran cinturón, me agarraba del pelo, me llevaba arrastrando hasta el cuarto de baño, me metía en la bañera y abría el grifo del agua fría. Cada noche era una pesadilla» recuerda en la autobiografía que le pide un siquiatra durante el juicio). De esta vida se ha defendido con su guitarra y sus poemas, con sueños de tesoros en las islas o al otro lado de la frontera del Sur, pero en vano. La desolación y la maldad se abren paso y el laberinto cierra sus salidas. Dick y Perry visitan, por fin, a los Clutter.

Una mañana de domingo, los vecinos encuentran en la casa de Herb Clutter a la adolescente Nancy con un disparo en la nuca, con albornoz, pijama, calcetines y zapatillas, como si en el momento del hecho no se hubiese acostado aún. Su madre, con las manos como si rezara, tiene otro disparo a quemarropa en un lado de la cabeza. En el sótano los cadáveres de Herb, el padre y Kenyon, el hijo, con los tobillos atados y mordazas, completan esta serie de escenas de una película de horror, absurda e increíble, pero cierta. Oigamos a uno de los presentes: «Estaba demasiado aturdido para sentir toda la ruindad del suceso. El sufrimiento. El horror. Estaban muertos. Una familia entera. Buenas personas, gente amable, gente que yo conocía, asesinados. Había que creerlo porque era rigurosamente cierto». No hay huellas, ni motivos, ni explicación (solo más tarde se sabrá que los autores pretendían un robo sin testigos, y que la operación les ha producido menos de cincuenta dólares).
Solo queda ahora un gran vacío, un hueco con los fantasmas de las vidas perdidas. El futuro de los Clutter se trunca: ni amor para Nancy, ni buenos negocios para Herb, ni éxito para Kenyon, ni esperanzas de curar sus dolencias para Bonnie... Pero tampoco habrá futuro para Dick y Perry. Fugados a Méjico, fracasados y sin dinero, regresan a Kansas donde serán detenidos, como mariposas atraídas por el fuego, como si supieran que no pueden quedar impunes: «no creo que nadie pueda salirse con tanta facilidad de una cosa así, no me puedo quitar de la cabeza que va a pasarnos algo... ¿será posible...serían ellos dos capaces, ante Dios, de salir con bien de una cosa como esa?».

En el juicio que los condena a muerte declara uno de ellos: «Los dos estábamos como drogados. Excitadísimos y al mismo tiempo aliviados. No podíamos dejar de reír. Todo parecía divertidísimo, no sé por qué. Pero la escopeta goteaba sangre y mis ropas estaban manchadas: tenían sangre hasta en el pelo. No siento nada en absoluto. Quizá no seamos humanos». Entre las violentas emociones que Dick y Perry pueden llegar a sentir no se cuenta la piedad: ¿a qué categoría pertenecen estos hombres? Son, seguramente, dos casos clínicos, pero ¿responde esa explicación a las preguntas que propone esta catástrofe? ¿De dónde nacen estas zonas oscuras de la humanidad? ¿Es posible compadecer a quien es radicalmente ajeno a la compasión? Pues Dick y Perry, sobre todo Perry, han sido víctimas de unas vidas de congoja y frustración. ¿Será posible comprender su furia? Los seres como ellos desorientan toda brújula: no sabemos o no queremos saber de qué especie son o en qué abismos se han perdido... Queremos volver a otro lado la mirada, y dejarles como epitafio, quizá, el desolado aullar de los coyotes de River Valley -el rancho de los Clutter- y unos versos igualmente desolados de Perry:

Hay una raza de hombres inadaptados,
una raza que no puede detenerse,
hombres que destrozan el corazón a quien se les acerca
y vagan por el mundo a su antojo...
Llevan en sí la maldición de la sangre errante
y no saben cómo descansar...

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